sábado, 11 de mayo de 2024

Sobre algunos de mis monstruos

Muchas de las ideas a partir de las que surgen las entradas que a través de este blog comparto nacen cuando conduzco, actividad que me resulta extraordinariamente anodina e insulsa, pero que, por alguna recóndita razón, me ayuda a situarme en una suerte de trance consciente en el que mi pobre imaginación y mi exigua creatividad se acentúan levemente. Tampoco es que se produzca en mi cabeza una suerte de combustión intelectual deslumbrante, pero oye, alguna bombilla que antes sólo titilaba, se ilumina por completo. También esos minutos que discurren entre el despertar y el acto de levantarse de la cama por las mañanas son terreno fértil para que mi subconsciente proyecte alguna imagen, frase o elucubración a las que, durante el desayuno, mi cabeza intentará dar forma literaria. Pero es generalmente al volante de mi Sportage donde parece que mi yo escritor adquiere una presencia más tangible y donde comienza el proceso que desemboca en entradas como esta. Y fue precisamente en tal coyuntura, circulando a cien kilómetros por hora por la carretera de Extremadura, a la altura de los campos de fútbol Iker Casillas de Móstoles, cuando repentinamente se apareció en mi memoria el recuerdo nítido del primero de los monstruos reales a los que he tenido la desgracia (o la fortuna, según se mire, dado que todo es aprendizaje) de tener que enfrentarme en mi devenir por esta vida.


Aunque desconozco si aún seguirá viva, ya que cuando la conocí yo era tan sólo un universitario en prácticas y ella la directora del gabinete de prensa en el que las ejercí, y arrastraba ya a sus espaldas algunas décadas dedicada al mundo de la prensa del motor, me reservaré su nombre y me referiré a ella empleando las iniciales del mismo: PG. No estoy del todo seguro, veintiocho años después, si padecía un ligero estrabismo o si, por el contrario, era el efecto que en los demás provocaba su ceja siempre alzada, modo Carlo Ancelotti, que constituía el rasgo facial más llamativo de su rostro. No era demasiado alta, pero solía calzar zapatos de tacón alto y vestidos de alta costura que portaba, a falta de elegancia y estilo, con arrogancia e indiferente soltura. Era una déspota con un carácter belicoso y autoritario que tenía a todo el departamento en vilo cuando zascandileaba por la oficina. No eran muchos los días que nos castigaba con su presencia, ya que solía ser invitada frecuentemente a simposios, congresos y eventos, pero a nosotros siempre nos parecían eternos los días que desfilaba con sus andares decididos por los pasillos de aquellos despachos de la Castellana repartiendo latigazos verbales. Y si te llamaba a su cubil, fueses el becario - como lo era yo - o fueses el responsable de las relaciones con los más afamados periodistas del sector, como lo era un tal Luis que ejercía, a ojos de los más jóvenes, de marido maltratado de la arpía aquella, un sudor frío comenzaba a deslizarse por tu espalda y sentías cómo te ibas haciendo más y más pequeño a medida que te ibas aproximando a su guarida. Reconozco que, en lo económico, fui tremendamente afortunado, ya que no sólo eran unas prácticas remuneradas, sino que además la cantidad que percibía era muy superior a la que algunos compañeros recibían en sus respectivos destinos. También admito que las funciones que yo desempeñaba por aquel entonces en el gabinete eran fundamentalmente de archivo y documentación, bastante alejadas de su interés y de su radio de acción, por lo que durante aquellos primeros meses, si lo pasé mal, no fue tanto por cómo me trataba a mí, sino por la crueldad con la que trataba al resto del equipo, hasta el punto de que todos los días alguien se iba llorando a su casa al terminar la jornada. Sucedió que unos meses después de finalizar las prácticas, aquella empresa se puso en contacto conmigo directamente y me ofreció sustituir a la secretaria de PG. durante unos meses, dado que Rosa, la que ostentaba aquel cargo, iba a ser madre. Me debatí indeciso durante unas horas entre ser la víctima principal de aquella arpía durante medio año, el extraordinario salario que se me abonaría y la magnífica oportunidad que me ofrecía aquella primera propuesta laboral tras mi graduación. Era joven y acepté con algunas reticencias que me guardé para mí mismo por miedo a mostrar debilidad alguna ya en el primer envite. Sabía que iba a ser una etapa complicada, pero me quedé corto. Fue un tormento que casi termina con mi autoestima nada más iniciar mi andadura profesional. Tampoco es que yo fuera entonces un tipo con un elevado concepto de sí mismo, pero salí de aquella experiencia laboral sintiéndome el más inútil gusano que pululaba por Infojobs a la búsqueda de un trabajo estable en el mundo del periodismo. Si hasta tuve que viajar con ella a lugares idílicos como un castillo en Cork (Irlanda) y una mansión a orillas del Rhin a su paso por Alemania para la presentación a la prensa nacional de un par de productos de la compañía. Un estreno terrorífico. Mi primer monstruo laboral y seguramente el que mi memoria conserva como el más aterrador de todos ellos.

La avalancha de licenciados que en aquellos tiempos saturábamos el mercado laboral provocó que muy pocos pudiéramos terminar ejerciendo de aquello para lo que habíamos estudiado y muchos fuimos a parar al depauperado sector del telemarketing, territorio hasta entonces ocupado mayoritariamente por amas de casa de mediana edad que trabajaban a media jornada y cuyos salarios complementaban a los de sus maridos, por lo general mejor situados y mejor pagados en aquella época en que la mujer era todavía una figura más vinculada, salvo casos como el de PG., a la crianza de la prole familiar y al ámbito de las tareas domésticas. A todos aquellos universitarios que aterrizamos en aquellas plataformas telefónicas que tanto se alejaban, en lo profesional y lo salarial, de nuestras expectativas, las empresas nos recibieron con los brazos abiertos. Carne joven, JASP y dispuestos a trabajar jornadas completas, fines de semana y fiestas de guardar. Una ganga. Tuve, antes de recalar en aquel escenario donde transcurrirían mis siguientes veinte años, una breve experiencia en el sector hostelero, como coordinador en una tienda de Telepizza. Y también allí me topé con algunos monstruos, pero estos se encontraban generalmente al otro lado de la barra y por lo tanto, salvo algún que otro susto que recibí de manera muy puntual, no merecen ser incluidos en mi pequeña antología de criaturas malvadas y ruines 

Veinte años en una empresa donde la rotación de personal es elevada y las condiciones laborales son precarias dan para tener que enfrentarte a toda clase de criaturas horribles y amenazantes, aparte por supuesto de los energúmenos que, desde el otro lado del teléfono, te increpan e insultan y a los que, más pronto que tarde, uno termina acostumbrándose irremediablemente. Pero también me topé con monstruos a este lado de la línea a los que en más de una ocasión, de no ser yo, según dicen, tan educado, respetuoso y diplomático, a buen seguro habría mandado a Siberia de una buena patada en las posaderas y un Sayonara, baby al más puro estilo Terminator.



El primero no lo era, pero supongo que la experiencia con P.G. y mi obvia bisoñez hicieron que desde el primer día etiquetara a JR., la cabeza visible del cliente para el que trabajábamos, como un nuevo monstruo y que todo mi cuerpo se pusiera en tensión cuando se acercaba a mi mesa, aunque fuera tan sólo para darme los buenos días o felicitarme por mi labor. Supongo que a JR. - continuemos con las abreviaturas - debió sorprenderle e incomodarle que, el día que regresé a la oficina tras haber sido padre por primera vez y él se acercó a mi puesto para interesarse por cómo habían ido las cosas, yo me pusiera a sudar tan profusamente que la camisa azul claro que llevaba puesta viró en un par de minutos en un tono tan oscuro que cuando él, muy discreto y prudente, optó por retirarse a su despacho sin hacer referencia alguna a los goterones de sudor que caían por mi ya despoblada frente y a la transformación del color de mi camisa, tuve que salir corriendo al aseo y permanecer allí encerrado cerca de una hora intentando por todos los medios que la prenda volviera a su estado original. JR. no era ni mucho menos un monstruo, como fui entendiendo con el paso del tiempo, pero yo no podía verlo en aquel entonces de otro modo. 

Después de JR. aterrizó en mi departamento, para reorganizarlo y dirigirlo desde una perspectiva diferente, una pareja inusual que me hizo pasar unos años duros. No me generaban tanto terror como en su día lo hizo PG. pero me llevaron al límite en tantas ocasiones que no soy capaz de relatar una anécdota concreta sin que se interpongan y superpongan en la narración detalles de otras situaciones de similar pelaje. Lo cierto es que, cada uno a su manera, eran personajes caricaturescos, de esos que habrían podido aparecer sin desentonar en aquella serie de Tele Cinco que tanta fama alcanzó en aquellos años: Camera Café. La jefa era GS. y en lo físico se asemejaba peligrosamente a mi primer gran monstruo: mujer madura, conocedora del poder que sobre ella recaía y tan encantada de que fuera así que lo esgrimía en ocasiones sin venir a cuento y de manera desproporcionada. Se ceñía tanto a lo que de ella se esperaba y era tan condenadamente corporativa que a veces el respeto que su posición me provocaba tornaba en chanza cuando abandonaba la sala en la que nos habíamos reunido. Le daban igual los métodos, tan sólo le importaban los resultados. Y si estos no se alcanzaban, nunca alzaba la voz ni parecía asomarse al borde de un ataque de locura asesina como ocurría con PG., aquella arpía que me desvirgó laboralmente en lo que a jefes se refiere. No, a GS., cuando las cosas no funcionaban como ella había previsto, la musicalidad de su acento argentino se le iba diluyendo y viraba hacia el tono seco y tajante de la lengua germánica, que manejaba con maestría, y la mirada limpia y clara que solía dirigirte al saludar se transformaba en una oscuridad apabullante que te hacía sentir un ser tan, tan inferior y tan poco digno de cualquier aprecio que debías sentirte agradecido porque se te permitiera respirar el mismo aire que ella consumía. La secundaba en todas sus acciones su secuaz - valga la redundancia - IG. Tan cómica era su apariencia física que, de haberse rodado en aquella época la mítica Campeones, habría protagonizado el papel principal del equipo entrenado por Javier Gutiérrez. Calvo, con unas gafas similares a las de Rompetechos y una minusvalía visual del 80%. Pesado y cansino en el diálogo, saltaba del colegueo fuera de la oficina al totalitarismo laboral con la agilidad de un saltamontes. Al finalizar la jornada yo intentaba salir antes que él, dado que ambos tomábamos el mismo tren y adquirió la costumbre de acoplarse a mí en el viaje de vuelta siempre que le era posible. A pesar de su ceguera, no sé cómo lo hacía, lograba yo pocas veces escaparme de su vigilancia a la hora de abandonar la empresa y me veía obligado a aguantar sus soliloquios durante la hora y cuarto que tardábamos en llegar a Móstoles. Resultaba incómodo escuchar en el tren sus propuestas para quedar un fin de semana por ahí los dos para cenar y tomar unas copas como si fuéramos amigos de toda la vida cuando tan sólo unos minutos antes te había estado amenazando en la oficina con rescindir el contrato que como clientes tenían con mi empresa o con prescindir de la mitad de mi equipo si yo no lograba que se alcanzaran los resultados. Eran, por decirlo de algún modo, monstruos amables, de esos que asustan poco y molestan mucho. O quizá es que yo ya no era el mismo que vivió aterrorizado en el gabinete de prensa que PG. dirigía o el que rompió a sudar frente a JR. cuando se interesó por mi situación familiar y yo entreví en él al payaso Pennywise.

Tal vez me creí entonces que ya ningún jefe o cliente me podría aterrorizar. Craso error. Y es que el miedo tiene muchas caras, ya que cuando logré salir de aquella empresa, a la que, no obstante, debo casi todo lo que profesionalmente soy y de la que me marché con más tristeza que alborozo, recalé en una aún mayor, en un sector diferente, con una posición y un salario que nunca había disfrutado y me topé con el último (hasta la fecha) de mis monstruos. En cierto sentido, el peor de todos. Porque los anteriores siempre fueron de frente, les veías venir. Pero este último me engañó desde el primer minuto bajo su apariencia servicial, colaboracionista y confiado en tus posibilidades. A su lado comprendí que hay personas que ocupan cargos elevados tan sólo por su capacidad para exprimir hasta la última gota a los que les rodean sin despeinarse y hacerte sentir culpable al mismo tiempo por no cumplir nunca sus expectativas. Hagas lo que hagas. Eches las horas que eches.


Y sin embargo, tengo la sensación de que GQ., mi último monstruo, y yo habríamos congeniado a las mil maravillas fuera del entorno laboral si nos hubiéramos topado en algún momento de nuestras vidas en territorio menos hostil. Pero me generan una gran desconfianza, y más aún después de haber compartido ocho meses de mi vida laboral con él, las personas que necesitan utilizar un disfraz en el despacho para generar confianza, respeto e incluso en ocasiones miedo entre sus subalternos. Tal era el caso de este responsable entre cuyas garras fui a caer y que nunca me dio pistas, a pesar del buenrollismo con el que maquilló sus palabras de bienvenida, sobre el funcionamiento del departamento, sobre las funciones que desempeñaría o sobre la posición que debía adoptar en las numerosas reuniones semanales que mantendría con los clientes a los que brindábamos nuestros servicios. Dejé por ello en evidencia a la compañía y quedé yo peligrosamente expuesto desde el primer día al no haber sido informado de que nunca debíamos presentar en aquellas reuniones interminables los datos reales de productividad y rendimiento de nuestro equipo, sino aquellos que el cliente quería escuchar. Intentar adaptarme por mí mismo a aquel pandemonio, algo que nunca conseguí del todo, me costó cientos de horas que regalé a la empresa y buena parte de mi salud, recibiendo siempre como reconocimiento a mi esfuerzo una nueva exigencia o un sibilino rapapolvo. Era GQ. un maestro en el uso de las artimañas más viles para sacar el máximo partido a su plantilla y no parecía sufrir en exceso al hacer sentir a quienes trabajábamos para él que no estábamos a la altura del salario que la empresa nos pagaba. 

Hoy, ya dos años después de aquella pesadilla, no hay monstruos a mi alrededor en esta nueva empresa. O al menos no han dado aún la cara. He conseguido camuflarme entre el pelotón de trabajadores del escalafón más bajo del organigrama corporativo, donde las responsabilidades que asumo son mucho más limitadas que en mis anteriores posiciones y donde me limito a fichar, a realizar mi labor de la manera más eficaz y eficiente posible y a volver a mi casa sin presión, miedos o trabajos pendientes. Alejado de los monstruos. Y ahí pretendo quedarme, cómodo y tranquilo, mientras pueda. Porque lo peor del ser humano aparece sin duda en otro tipo de escenarios, muy alejados de estos en los que han discurrido hasta la fecha mis andanzas laborales, pero cierto es también que fluye mucha maldad y bajeza en los pasillos de cualquier oficina moderna. También entre esas paredes habitan los monstruos. Tened cuidado con ellos.

sábado, 4 de mayo de 2024

El diccionario

Ferroprusiato. Gamón. Palimpsesto. Prohijar. Bahorrina. Jerapellina. Palabrejos, en resumen, que forman parte de nuestra rica lengua castellana, aunque su uso no sea habitual y no tengamos la mayoría de los hispanohablantes conocimiento, de hecho, ni de su existencia ni de su significado. Y en torno a esta ignorancia gravita uno de los juegos con los que, cuando yo era tan sólo un proyecto del hombre que hoy soy, por entonces un idealista barbilampiño con muchos pájaros en la cabeza, jóvenes y mayores, hasta tres generaciones de la familia Rincón, nos entreteníamos dentro de las casas familiares cuando la climatología nos era adversa. Y a veces también, sólo por el capricho de compartir momentos divertidos con padres, hermanos, primos y abuelos y de modelar nuevos recuerdos en común, cuando el sol brillaba en su cénit.


No era el único entretenimiento que reunía a nuestra familia en torno a una mesa. Somos todos de buen comer y proclives al diálogo y a la confidencia, especialmente cuando nos sentimos amparados por la tranquilidad que proporciona saberse rodeado de personas en las que sabes que puedes confiar, así que cualquier recuerdo que prevalece de aquellas reuniones arranca con opíparas y prolongadas comidas cuajadas de conversaciones animadas y en las que los más jóvenes adquiríamos, participáramos en mayor o menor medida de ellas, conocimientos que en ocasiones nos aportaban herramientas, a efectos prácticos, mucho más útiles que las que en el colegio o instituto nuestros profesores nos trataban de proporcionar. Y aunque disfrutábamos de aquellos ratos, a casi todos, antes de que los postres y los cafés aterrizasen sobre el mantel, nos empezaba ya a urgir el sacar del armario de los juegos de mesa el que sirviera para alargar durante algunas horas aquellos encuentros. Tal vez mi memoria me juegue una mala pasada, pero creo recordar que el Trivial Pursuit y el Intelect eran los favoritos de todos. Hubo otros, como el Scattergories, el Cluedo o el Pictionary. También juegos más clásicos como el ajedrez, el parchís, las damas, el dominó o el tute. Pero yo creo que con el que mejor nos lo pasábamos era precisamente con el más económico de todos ellos: el diccionario.

Viene esto a cuento de que hace unos días nos reunimos de nuevo todos, a excepción lógicamente de aquellos que nos han ido dejando por el camino desde entonces y con la incorporación de las nuevas camadas. Una vez más una fotografía similar: tres generaciones alrededor de una mesa con viandas, bebida y prisas por ponernos todos al día de nuestras respectivas peripecias. Celebramos el reencuentro en Valdemorillo, en la urbanización de mi primo David, propietarios él y su mujer de una extensa parcela que en su día - hace ya años - me pareció agreste y descuidada y en la que han ido ampliando magistralmente el espacio habitable mediante anexos edificados mayoritariamente con sus propias manos. En el más reciente, una suerte de cabaña acristalada que me devolvió reminiscencias de la típica casa del árbol que vemos habitualmente en las películas americanas, comimos, charlamos y reímos durante esa agradable tarde de primavera. Y alguien propuso, cuando estábamos ya con los cafés, jugar a algo. Y otro alguien sugirió recuperar aquel juego que tantas tardes nos tuvo entretenidos, de manera que mi primo desapareció durante unos minutos en el interior de la vivienda para regresar portando un completo diccionario.

Las reglas del juego son muy simples pero el objeto del mismo puede llevar a confusión si no se explica con claridad. Tan sólo es necesario un diccionario o una enciclopedia, tantas hojas de papel y lapiceros como participantes haya y un buen puñado de mentes curiosas e ingeniosas dispuestas a trabajar. Uno de los participantes, llamémosle Maestro, busca en el diccionario una palabra poco común y la pronuncia en voz alta. Cada uno de los concursantes escribe una posible definición de ese término. El Maestro debe copiar en un papel la acepción que figura en el diccionario. Una vez todos los participantes han terminado, el Maestro recoge todas las hojas de papel, las mezcla y a continuación las va leyendo en voz alta. Gana aquel que adivina cuál de todas las definiciones leídas es la correcta, siendo además quien tomará a continuación el diccionario y buscará una nueva palabra con la que desafiar a los demás. Podría entenderse que el objetivo es componer una definición que se acerque lo más posible al significado real del vocablo. Y lógicamente, si alguien fuera capaz de clavar dicha definición, despertaría el asombro y provocaría el aplauso de todos los presentes, dado que hablamos de palabras raras y poco conocidas. Pero la meta no es esa, sino mostrar la suficiente habilidad e imaginación para despertar la duda en los demás y se confundan. Da lugar esto a situaciones hilarantes y desternillantes, como es de suponer.

Así que ahí estábamos todos, expectantes ante el primer reto, cuando una voz joven preguntó, como podía esperarse, si se podía utilizar Google. Un fiel reflejo de cómo han cambiado los tiempos en pocas décadas. Los diccionarios, como en su día los dinosaurios, van camino de la extinción. Tras aclarar el asunto (obviamente se descartó ese tipo de ayudas), la primera palabra resonó entre aquellas cuatro paredes, generando las primeras risas y murmullos. Hubo quien optó precisamente por el humor, otros que se aplicaron a la labor de acumular en la misma frase un puñado de tecnicismos para generar una duda razonable entre todos los demás, los más jóvenes tiraban de cultura popular con referencias, por ejemplo, al Demogorgon de Stranger things... en fin, cada cual intentaba despistar, con mejores o peores resultados, al resto de rivales. Pasamos un rato tan divertido como los de antaño y nos resultó gratificante ver que nuestros hijos, víctimas de una cultura eminentemente tecnológica, se olvidaban durante un rato de teléfonos móviles y demás cacharros, se relajaban y trataban de potenciar todas sus capacidades con el fin de vencer a sus mayores. Aunque creo, y eso me congratula, que al final, como nos pasaba a nosotros cuando teníamos su edad, llegaron a la conclusión de que lo menos importante de este inofensivo entretenimiento era ganar.




lunes, 29 de abril de 2024

Ser abuelo

Ando en los últimos meses escribiendo poco y leyendo mucho. Pero mucho, mucho... Cualquier momento me parece bueno para avanzar unas páginas de la historia en la que me encuentre inmerso. No me agobia en exceso tener algo desatendido este blog, dado que el día que inicié esta aventura literaria no quise comprometerme ni conmigo mismo ni con los demás a mantener una periodicidad fija en mis publicaciones ni a que la tarea se convirtiera en una cadena de plomo que me lastrara y me impidiera dedicar tiempo a otras aficiones que también a su manera me reconfortan y me enriquecen. Algo tiene que ver, sin lugar a dudas, la falta de tiempo, que ahora me limita y antes me sobraba, para sentarme con mayor frecuencia a vomitar mis reflexiones, anécdotas y recuerdos en este escaparate virtual en el que me expongo, sin suficientes filtros ni precauciones tal vez, pero no es en realidad esa la causa principal del abandono al que tengo sometido a mis escasos pero fieles lectores. Simplemente el cuerpo me pide más que nunca bucear en las historias de otros, dejarme arrastrar a los mundos que inventan, aprender de quienes han convertido el arte de escribir en su profesión, contrastar, en definitiva, la manera en que expresan sus emociones, describen un paisaje o construyen sus relatos quienes tienen más arte que yo en tales lides. Pero hace pocos días mi madre cumplió 75 años, una cifra redonda que merecía una celebración especial, y aunque era día laborable, conseguimos los cuatro cuadrar nuestras agendas para poder comer con ella y con mi padre en un restaurante que frecuentan con una cierta asiduidad y que tenían ganas de que conociéramos. Ahí estaba ella, con sus despistes puntuales, sus habituales dificultades para manejarse con el teléfono móvil y sus regañinas cariñosas a mi padre, pero también con la misma ilusión de siempre por reunirse con la familia y con su perenne sentido del humor made in Rincón Tudela. Y pensé que mis progenitores, ambos mis más entusiastas lectores, sí contraje una cierta deuda y que debía imponerme a mí mismo un poco más de rigor y disciplina para que puedan seguir disfrutando de estos modestos escritos que a ellos, por ser yo su hijo, les despiertan un interés y un orgullo que en otros no suscitan. Y durante estos días de vacaciones de los que estoy ahora disfrutando me propuse llevar a buen puerto varias entradas que tenía a medio engendrar y así almacenar material suficiente que compartir durante unas semanas con quienes me leen, propósito que (observo con desánimo) estoy logrando cumplir tan sólo a medias, ya que muchas veces los días libres de los que uno dispone acaban empleándose en tareas de ámbito doméstico mucho menos elevadas y que, en el vaivén de la rutina, se van postergando. Por asociación de ideas, a cuenta de esa comida de cumpleaños de la que dimos cuenta en ese coqueto restaurante mostoleño, me pareció que este que se refiere a la condición de abuelo y que hoy presento aquí era el más adecuado para hacer corpóreas mis intenciones. Así que ahí voy de nuevo...


Mi idolatrada y escultural esposa, por quien no parecen pasar los años sino más bien todo lo contrario, dado que de ella irradia cada día de forma más contundente una lozanía juvenil que sigue provocándome ardores y calenturas en ocasiones incontenibles, se escandaliza cuando verbalizo en voz alta el deseo que albergo de ser abuelo algún día. Más pronto que tarde, a ser posible. Argumenta, un tanto ofendida, cuando me viene el asunto a la cabeza y lo saco a relucir en su presencia, que ella aún se siente joven. Y lo cierto es que no sólo lo parece más que yo - algo que salta a la vista de cualquiera que nos vea juntos -, sino que además, en términos de espíritu, también lo demuestra en cada gesto - algo que salta a la vista de quien la conoce mínimamente. Pero esta aspiración mía no implica que me sienta en absoluto mayor. Nada tiene que ver en mi opinión una cosa con la otra. ¿Qué tendrá que ver el tocino con la velocidad? Aparte de que los cerdos, mal que bien, también corran. ¿No se pasan muchas personas la mitad de su vida laboral deseando que llegue el momento de la jubilación?  Y no por ello les atribuimos una senectud prematura. Y es que creo yo que el sentirse más o menos mayor nada tiene que ver con este otro sentimiento que brota de manera espontánea de nuestro interior cuando un niño, más aún si corre por sus venas nuestra sangre, ocupa nuestro espacio, llenándolo todo con su curiosidad, su inocencia y su alegría.

Nunca me he sentido tan vulnerable ni al mismo tiempo tan bienaventurado como cuando acunaba entre mis brazos a mis hijos recién nacidos. Ese olor inconfundible que impregna la piel de un bebé anegando las fosas nasales y haciéndonos sentir que la vida, no sólo la del hijo sino también la de los padres, acaba de adquirir un sentido nuevo y único. Nuestro GPS interior recalcula en esas circunstancias las distancias. Llamó mi atención hace unos días la imagen de una pareja joven con la que me crucé por la calle. Empujaba ella el carricoche vacío y a su lado caminaba el padre, apoyado el bebé de ambos en su pecho, una mano apoyada en la espalda del cachorro y la otra sosteniendo la cabeza, cubierta ésta con una gorra deportiva para protegerla del sol primaveral y sin fuerza aún en el cuello para mantenerse erguida por sí sola. Los labios del padre, muy próximos a la testa del pequeño, repetían incesantemente el mismo movimiento una y otra vez. Se acercaban a la piel de la criatura y se posaban sobre su mejilla dejando un beso ligero pero tierno que a mí, como padre que soy hoy de adolescentes y que un día fui de bebés, me devolvió muchas emociones que yo en su día también experimenté y que hoy de vez en cuando tengo la suerte de revivir cuando a uno de mis hijos les da por envolverme entre sus brazos y brindarme un abrazo de oso. Y aunque no cambio estas muestras de cariño actuales por nada del mundo, no puedo negar que extraño el contacto de mi piel con la que hace ya más de quince años les cubría.

Luego está la creencia, posiblemente errónea y quizá un tanto soberbia, de que lo que acarreo en mi mochila pueda ser útil a esos futuros nietos que aún no conozco y que no sé si un día llegaré a conocer. Ni soy ni me considero un hombre sabio, pero sí pienso que he recorrido ya más paradas del recorrido que las que me quedan por visitar y me tienta pensar que, entre toda la hojarasca inútil que compone mi bagaje vital, algún alfiler podrán ellos encontrar que les sirva para coser las heridas que la vida les pueda infligir en el futuro. También algunas piedrecitas que les puedan ayudar a encontrar su camino, tal y como mis abuelos fueron depositando las suyas en el mío y que aún hoy me sirven muchas veces de referencia para evitar precipicios y sortear encrucijadas. Y tengo la sospecha de que ser un abuelo joven, con un cuerpo todavía apto para acompañar en los juegos a la camada y con una mente aún despierta para dar respuestas medianamente inteligentes a los dilemas que le planteen, necesariamente tiene que rejuvenecer o al menos frenar el envejecimiento que acompaña inexorablemente a quien supera ya el medio siglo de existencia.



Por supuesto, de quien menos depende alcanzar ese ansiado estatus es de uno mismo, ya que serán mis hijos y aquellas que en un día futuro unan sus destinos al de ellos quienes determinarán si podré cumplir ese deseo y el momento en que se hará realidad. Pero reconozco que me atrae la idea, admito que me visualizo sin excesiva dificultad interpretando ese papel que hoy les toca representar a mis padres y que con tanta sabiduría y paciencia desempeñan. Y sé que a mi mujer, que seguirá mirándome como si yo fuera un marciano cuando el tema vuelva a presentarse en nuestras conversaciones maritales, el papel de abuela enrollada la irá como anillo al dedo. Al tiempo....

jueves, 11 de abril de 2024

Pocas cosas nos pasan

He llegado a la conclusión, tras estos cuatro meses dedicado al sector de los seguros del hogar, de que soy un hombre afortunado. O que soy más inocente que el día del Padre, vete tú a saber, que no se debe olvidar que ha sido siempre el nuestro el país de la picaresca por antonomasia y uno ya no sabe, cuando alguien te cuenta que, de manera accidental, se le ha resbalado la olla cocinando, ha golpeado el cristal de la vitrocerámica y lo ha roto o lo ha astillado, si están achacando al infortunio lo que en realidad responde a una acción intencionadamente deliberada. Cinco o seis veces al día me cuentan la misma historia. Y yo soy uno entre los miles de teleoperadores que atienden a diario a asegurados que comunican siniestros de esta índole en sus hogares. Así que a uno le cuesta creer que haya tanto torpe en este país, sinceramente. Pero si me hago el tonto y parto de la base de que la mayoría de mis interlocutores dicen la verdad, acabo pensando que tengo suerte por el bajo índice de siniestralidad que registra mi casa.


El mencionado es un ejemplo exagerado, dado que, más allá de la hipotética astucia que pueda uno atribuirle a los asegurados, cierto es en realidad que el volumen de siniestros en el hogar que se producen a diario es desmesurado. El agua es el principal protagonista de muchas de las pequeñas historias que recibo en mi puesto de trabajo. Desde condensaciones que generan moho en los marcos de las ventanas y que rara vez cubren las compañías aseguradoras hasta inundaciones domésticas por la rotura de una tubería que provocan auténticos desastres en los domicilios propios y ajenos. Y es que muchas veces este tipo de incidencias no afectan directamente a los tomadores del seguro, sino a sus sufridos vecinos, que de la noche a la mañana se encuentran desoladoras manchas de humedad o goteras en sus aseos y cocinas que pondrán patas arriba la logística familiar durante días, semanas o incluso meses. Y es que el agua - y esto es algo de lo que ya me advirtieron en los primeros días de formación - es el mayor enemigo de los hogares. Siempre busca una salida y tiene por costumbre descender, por lo que casi siempre son los habitantes de los pisos más bajos los afectados. Salvo cuando se trata de agua de lluvia, en cuyo caso son los que viven en los más altos quienes nos llaman para pedir ayuda.

Me he familiarizado con términos que nunca antes había escuchado o que no estaba acostumbrado a manejar en una conversación ordinaria. Y los que aún iré aprendiendo gracias a la reciente conversión de mi contrato fijo discontinuo en fijo ordinario. Por poner un ejemplo, no es raro que de una comunidad de vecinos de la zona valenciana te llamen y te digan que necesitan una chupona para un embozo que esta produciendo una fuga de agua en las racholas del baño. Ahí es nada. Que alguien me traduzca, por favor, o que me enseñe el idioma. Porque una chupona no es una jugadora de fútbol que no pasa nunca el balón a sus compañeras, sino el habitual camión cuba que utilizan los poceros para liberar atascos o embozos en las conducciones del agua. Y el vocablo rachola es el empleado en zonas de Murcia y Valencia para referirse a las baldosas del suelo. Otras palabras y expresiones como mediador, instrucciones periciales , bajante comunitaria, loza sanitaria, válvula de desagüe, canalón, hurto, cerrajero, localizador de fugas o similares constituyen hoy en día buena parte del vocabulario que a lo largo del día manejo con naturalidad. Es lo bueno que tiene trabajar en un sector en el que antes nunca habías estado empleado: que tu cultura, quieras o no, aumenta.

Luego están las situaciones curiosas y excepcionales con las que con menor frecuencia se topa uno y que son, al fin y al cabo, las que consiguen que tu labor, por repetitiva, no te suma en una tediosa monotonía, que es a la larga el riesgo que uno asume al dedicarse a la atención telefónica, sea en el sector que sea. Como también evitan que puedas adormilarte esos encantadores asegurados y aseguradas que, antes de darte los buenos días y presentarse, te espetan de primeras un "vamos a ver..." que ya augura, por el tono y la intención, que vas a tener que soportar un chaparrón de improperios durante unos minutos y echar mano de toda tu paciencia y profesionalidad durante el resto de la llamada para no mandar a Cuenca al pobre individuo que te ha elegido como receptor obligado de su comprensible frustración y lógica desesperación. Porque uno, en muchos casos, no puede evitar empatizar e identificarse con el susodicho.

Entre las anécdotas más sorprendentes de las que puedo rendir cuentas hay dos bastante recientes que merece la pena mencionar. La primera de ellas entraría dentro de la tipología del robo, aunque por sus peculiares características tuve grandes dudas sobre si se produjo dentro o fuera de la vivienda. Fue el hijo de la asegurada quien nos llamó, un hombre al que atribuí, por el grosor de su voz, unos cincuenta y cinco años. Me contó que su madre había bajado a la calle a comprar y que por el camino alguien la drogó mediante una sustancia inhaladora que anula la personalidad. Bajo los efectos del alucinógeno la ordenaron subir a la vivienda, coger todas sus joyas y el dinero en metálico que hubiera en la casa (en torno a 300 euros), bajarse con ello a la calle de nuevo y entregárselo a los forajidos sin decir nada a nadie. Y así hizo la buena mujer. De lo que haya ocurrido después, de cómo haya actuado el seguro, nada sé y nada me llegará. Me limité a escuchar entre incrédulo e indignado el relato que del suceso hacía el hijo, asegurarme de que habían presentado la correspondiente denuncia y hacer llegar el expediente a la compañía aseguradora para su valoración. Pero telita, de ser cierto, los límites a los que la maldad humana puede asomarse. El segundo caso estaría englobado en la casuística de la responsabilidad civil en una comunidad de vecinos. Pues resulta que uno de sus miembros accede al garaje con su coche. Al parecer, las luces de dicho garaje están programadas para apagarse pasado un tiempo determinado. Por las razones que fueran - y aquí ya hay lugar para lo que la imaginación de cada cual quiera suponer - el tiempo se acaba, los fluorescentes se apagan, el garaje queda oscuras y el hombre, que aún no había llegado a su plaza, se estampa contra una columna. Las consecuencias del topetazo, por las que el individuo solicita indemnización, incluyen daños en el vehículo y un profundo corte en la ceja que le obligó a desplazarse a urgencias para ser atendido. Esto le supuso además perder un avión que iba a coger esa misma tarde, tener que comprar otro billete de ida y modificar el de la fecha de vuelta. En fin, por pedir que no quede. El no ya lo tiene, ¿verdad?


Otro de los alicientes más atractivos que ofrece este empleo es tratar con todo tipo de personajes de los más variados plumajes: el desdichado que presupone que cualquier cosa que suceda en su casa está cubierta por la póliza que en su día contrató y que expresa sin ambages su incredulidad cuando se le explica que no, que si se ha tropezado al salir de la bañera y se ha fracturado la muñeca en tres puntos no procede indemnización por parte del seguro del hogar; el resabiado agente del seguro que pretende que se le atienda de urgencia y no en el plazo ordinario porque el grifo del lavabo de un cliente gotea ligeramente cuando lo cierra; el inseguro que nunca ha hecho uso de sus derechos, que no quiere quedar como un ignorante y que agradece sorprendido tu amabilidad cuando le dices que sí, que por supuesto procede que reparemos la tubería que, sin pretenderlo, ha agujereado con el taladro al ir a colocar un cuadro en la pared de su salón y que también subsanaremos los daños que la fuga de agua ha provocado en el parqué; y por supuesto, esos ancianos que no te dan pie a intervenir en la conversación hasta que, con la excusa de que les mandemos un manitas para cambiar el mecanismo de la cisterna, te han informado de que ellos no pueden hacerlo por sí mismos por sus achaques, que te detallan con todo lujo de detalles, de que bastante tienen sus hijos, con sus trabajos y la crianza de los nietos, que por cierto son unos preciosos querubines dotados de una inteligencia sin parangón, como para ir a echarles una mano. Y por el camino, te ponen además al día también de lo que en ese momento están viendo en la televisión.

No es un trabajo aburrido. O al menos a mí no me lo parece. Tampoco es demasiado agobiante, aunque a veces no haya tiempo ni de coger aire entre llamada y llamada. Y sobre todo, le hace a uno feliz el darse cuenta de cuán pocas cosas pasan - y que siga así - en mi casa.







domingo, 31 de marzo de 2024

Me han suspendido

"El muy cabrón al final me ha suspendido". Si disfrutáis de la bendición de tener hijos de la edad de los míos - o incluso más pequeños -, es posible que hayáis escuchado esta frase alguna vez. Bueno, sólo si a los vuestros les ocurre como a los míos, que ni han demostrado hasta la fecha poseer, en lo referente a los estudios, la perseverancia necesaria para ir superando las distintas etapas educativas con holgura, ni muestran, a pesar de nuestros esfuerzos por corregir tamaña carencia, el debido respeto a la figura del maestro en particular y a la comunidad educativa en general. No pretendo con esto afirmar que a todos los estudiantes de este siglo XXI les suceda lo mismo que a ellos, ni pretendo tampoco argumentar que en nuestra época no pronunciáramos de vez en cuando semejante incongruencia o que no aplicásemos calificativos tan poco amables a aquellos de quienes dependía nuestra educación más allá de la que en nuestros hogares se impartía. Pero nadie puede negar que las cosas han cambiado muchísimo con el paso de los años en España en lo que al sistema y método educativo públicos se refiere. Y en la percepción que de ellos tenemos. Porque, para empezar, en mi época se te podía escapar un exabrupto contra un profesor en el ámbito familiar, pero rara vez nos acogíamos a la arbitrariedad del educador a la hora de evaluar nuestras aptitudes como excusa frente a nuestros padres para justificar un rendimiento escolar deficiente. Que tal circunstancia podía producirse, no me cabe duda, pero ni siquiera nos lo planteábamos. Al menos yo. Porque, en honor a la verdad, el profesor no aprueba o suspende a un alumno, lo evalúa. Y si no alcanzábamos unos mínimos, pues chico, a recuperar. Lo teníamos bastante más claro que ahora. No recuerdo haber pensado nunca, ante un suspenso o una calificación baja, que el maestro estuviera siendo injusto conmigo, sino que yo no me había esforzado lo suficiente, no me había organizado adecuadamente para preparar un examen o simplemente no había solicitado la ayuda necesaria para entender un tema o una asignatura que me estuviera costando más de lo habitual. Pero ahora todo es diferente.


Aunque no me gustaba estudiar, cuando preparaba la evaluación, lo hacía, salvo en casos muy excepcionales, con el propósito de alcanzar la calificación más alta posible de acuerdo a mi capacidad. Muchos de los alumnos que hoy cohabitan en nuestras aulas no tienen esa mentalidad: estudian para obtener un cinco raspado. Y si me apuras, confían en la benevolencia de sus profesores para transformar un cuatro y medio en un aprobado justito. Y lo peor es que las distintas leyes que han ido lastrando nuestro sistema educativo durante las últimas tres décadas alientan y fomentan que estas situaciones se hayan vuelto recurrentes y, al mismo tiempo, corrientes. 

Pero, ¿quién tiene la culpa de que se haya ido devaluando tanto la educación pública durante estos años? Porque dudo que haya ningún estamento que pueda mantener que el sistema actual es mejor que los anteriores. Y si alguno lo hace, que eche mano de los estudios que nos sitúan en este ámbito en el vagón de cola de la Comunidad Europea. Parece legítimo pensar que la responsabilidad debe achacarse en gran medida a nuestros políticos, que en su afán por conseguir portadas, ridiculizar a sus antagonistas y obtener votos y el favor de las empresas privadas con intereses en el sector educativo, han ido derogando leyes y aprobando otras que han ido transformando a los otrora reverenciados maestros en profesionales ninguneados y desilusionados, hasta el punto de que muchos de ellos ya no se preparan para esta profesión por vocación, sino por otros dos motivos mucho menos trascendentales: julio y agosto. A lo suyo los políticos, con los profesores vendidos, ¿habría que achacar responsabilidad también a los padres? No dudo que habrá quien tendrá una opinión diferente a la mía, pero también muchos que pensarán, como lo hago yo, que no hemos estado a la altura de la situación. Tengo la sensación de que, a la vista del panorama, muchos padres que no hemos tenido medios para apartar a nuestros hijos de este caos existente en la educación pública, nos hemos ido resignando a que nuestros hijos consideren el estudio en muchos casos como una pérdida obligatoria de tiempo y hemos intentado ante todo que su autoestima no se resintiese en exceso de cara a un futuro laboral y vital incierto.

Estos últimos días he leído algunas noticias que apuntalan mi creencia de que el sistema de educación pública es ahora mismo un moribundo incurable. Y ahí van unos ejemplos:

- Desigualdad ortográfica en Selectividad: los alumnos suspenden con 5 faltas en Extremadura y sacan notable con 30 en Baleares (artículo del 24 de marzo en el diario El Mundo)

- "Tengo que ir, pero no me gusta el instituto": los estudiantes que no quieren estar en clase (artículo del 28 de marzo en el diario El País).

- El nivel de inglés de los jóvenes españoles entre los 18 y 20 años está decreciendo debido al sistema educativo (artículo del 25 de marzo en la agencia de noticias Europa Press).

- España se mantiene como el país europeo con más graduados en trabajos poco cualificados: el 36% realiza tareas por debajo de su nivel (artículo del 21 de marzo en el diario 20 minutos).

- Un alumno pobre con el mismo nivel en matemáticas y ciencias que otro rico repite curso cuatro veces más (artículo del 12 de diciembre en el diario El País).

Y suma y sigue. Este es el escenario. Cada vez es mayor el número de alumnos que, frustrados y desmotivados,  renuncian al Bachillerato y a la Selectividad y optan por completar su formación con Grados medios. Y no es esta una opción que deba menospreciarse porque es obvio que llegar a la Universidad desde la educación pública se antoja ahora mismo una labor titánica. Incluso el más aplicado de los estudiantes nota un cambio brutal al finalizar la ESO y comenzar el Bachillerato, tan salvaje que muchos, tras intentarlo durante un año, se rinden y se lanzan a esos Grados medios (o superiores si han logrado aprobar el Bachillerato) que puedan abrirles la puerta al mercado laboral.


Y es que, tal y como lleva ocurriendo desde hace años con la salud pública, la educación pública, en las actuales condiciones, se encuentra, por desgracia, en vías de extinción. No será el próximo año, ni el siguiente. Pero, salvo que alguien lo remedie, mucho me temo que en un par de décadas o bien habrá desaparecido en este país o será una alternativa absolutamente devaluada de la que tan sólo hará uso la población con un poder adquisitivo menor.

sábado, 23 de marzo de 2024

Me he vuelto Classic

Me sucedió una cosa curiosa la otra tarde mientras circulaba con el coche por mi antiguo barrio, a la búsqueda de un sitio donde aparcarlo con la intención de subir un rato a casa de mis padres y compartir un rato agradable con ellos. La cosa estaba imposible. Por más vueltas que daba a la manzana, no encontraba ni un solo hueco libre. Mal día y mala hora. Es una zona residencial que en su día presumió de ser joven y que ha envejecido bien, en buena medida porque parte de la vida que transcurre entre sus calles se concentra en el Polideportivo Estoril II, lugar con más de cuatro décadas que acoge a niños, jóvenes y adultos con su extensa oferta sociodeportiva. Mientras recorría las calles Picasso, Velázquez, Españoleto y Alcalde de Móstoles una y otra vez, bordeando sus instalaciones y el parque en el que yo jugaba de pequeño, mi mente empezó a entretenerse recuperando recuerdos de años pasados con inusitada nitidez: el banco en el que me sentaba todas las tardes con mis amigos a comer pipas y a discutir si Hugo Sánchez era el mejor delantero de la historia o si alguna vez la selección española volvería a superar los cuartos de final en un Mundial de fútbol; la pequeña pradera de césped en la que, cuando no andaban por la zona los jardineros, nos colábamos a jugar al fútbol; el poyete en el que en las noches de verano, cuando mi amigo y vecino Mati y yo bajábamos la basura, nos quedábamos charlando durante un largo rato sobre las chicas que nos gustaban y el futuro que nos esperaba; el portal en el que vivía mi amigo Iván, el de mi amiga Carmen o el de la primera chica a la que besé, sin pena ni gloria, una tal Mercedes a la que tardé poco en perder la pista; el lugar donde antiguamente se encontraba el único kiosco del barrio, en el que me compraba de niño chicles, cromos, tebeos y algo más tarde, cuando ya mis preocupaciones eran otras menos inocentes, novelas de bolsillo, tabaco y alguna que otra revista porno. Y todos aquellos recuerdos me envolvieron en una nube de dulce nostalgia que hizo que aquel rato se me hiciera un poco más corto. Y comencé a pensar que han pasado muchos años desde entonces, tantos que parece que todo aquello sucedió en otra vida. Mi memoria se afanaba extrayendo con avidez de sus entrañas las cosas que entonces hacíamos, la ropa que vestíamos, la forma en que hablábamos, el modo en que nos relacionábamos unos con otros, las costumbres que nos representaban.


A todo esto, para hacer aún más inmersiva la experiencia, sonaban de manera consecutiva en la radio del coche, sintonizada mi emisora favorita, canciones de aquellos 80 y 90 en los que se desarrolló mi infancia y mi adolescencia. Y es que recientemente deserté, hastiado de escuchar tanto reggaeton y horrores similares, de mis amados 40 principales. Pero no me fui muy lejos, ya que sintonicé una mañana, silenciando enfadado a Omar Montes, los 40 Classic. Justo en ese instante el locutor, un tal Javier Peredo, lanzaba a los oyentes una pregunta del tipo ¿eres de los que se lanzaba, sin casco ni protección alguna, por un terraplén, montado en tu bicicleta BH o tu Orbea, como si fueras un esquiador profesional compitiendo en los Juegos Olímpicos de invierno? Y concluyó: Si hiciste eso, eres Classic y esta es tu emisora. Y cuando terminó de hablar, casualmente comenzaron a sonar los acordes de la que sin duda es mi canción favorita de la historia: With or without you, de U2. Y a esa, durante el recorrido le siguieron I don't want a lover, de Texas, Summer 69, de Bryan Adams, Cruz de navajas, de Mecano y Al calor del amor en un bar, de Gabinete Caligari. Llegué aquel día a mi destino berreando, completamente desmelenado (ojo a la metáfora), eso de "jefe, no se queje y ponga otra copita más".

Así pues, ahí estaba yo, escuchando la música de otros tiempos, dejando que mi memoria trabajase a pleno rendimiento, sintiéndome cómodo en mi nostalgia, intentando encontrar, sin prisa, un lugar donde aparcar mi coche. Identificándome como nunca en los días anteriores con lo que venía a ser el oyente tipo de la emisora de radio clasiquera. De los que piensa que otro gallo nos habría cantado en este país si la EGB, el BUP y el COU no hubieran desaparecido. De esos que no logra entender el sentido de llevar los pantalones colgando y dejando a la vista los calzoncillos. De los que aún, de vez en cuando, sigue utilizando expresiones como "guay del Paraguay", sabe quienes eran los Goonies y también lo que significa la palabra "supercalifragilisticoespialidoso. De los que no duda sobre cómo continúa la canción que comienza "por la mañana yo me levanto y voy corriendo desde mi cama". O esa otra que decía "sufre, mamón, devuélveme a mi chica". De los que se emociona cuando escucha la melodía de Verano azul o ve en televisión que están reponiendo Farmacia de guardia. De los que se acuerda de cómo se jugaba a las canicas, a burro o al destornillador. De los que manejaba pesetas y no euros. De esos a los que sus padres mandaban a la cama cuando en la pantalla del televisor, en la esquina superior, aparecían dos rombos.

Así que me he vuelto Classic. Y tan feliz y orgulloso. Que sí. Que es otra manera de decir "carca", "viejales" o como se nos llame hoy en día. Acepto mi naturaleza y mi edad, estoy la mar de a gusto con ambas, reconciliado conmigo mismo. Pienso que cualquier tiempo pasado fue mejor. Me encanta la sensación de caminar por algún rincón de mi ciudad y que me sacuda el recuerdo de lo que, treinta o cuarenta años atrás, me ocurrió allí a mí. Y no sólo pensarlo. Si voy acompañado de alguno de mis hijos, les castigo contándoles la anécdota de turno y alabando la vida que entonces llevábamos. Batallitas del abuelo Cebolleta. Pues vale, me encanta haber llegado aquí y verlo todo de esta manera. O, volviendo a mi coche, recorrer cien kilómetros de autopista y ser capaz de cantar todos y cada uno de los versos que van sonando en los 40 Classic. O al menos, tararear los estribillos. Y que suene Cuando brille el sol, de La Guardia, y me vengan a memoria las fiestas veraniegas que se organizaban para los jóvenes en lo que entonces era la pista de patinaje del polideportivo; que Glen Medeiros entone el Nada cambiará mi amor por ti y yo me acuerde de esos primeros amores platónicos de mi adolescencia; el We are the champions de Queen y me retrotraiga a aquel gol de Pedja Mijatovic con el que lloré de alegría cuando mi pasión era el fútbol; el You give love a bad name de Bon Jovi y me acuerde de lo grande que me sentía al pasear por mis calles con mi "loro" sobre el hombro y la música tronando a mi alrededor; y o el Así estoy yo sin ti de Joaquín Sabina que despertó mi pasión por la música y la poesía.



Supongo que, en cualquier caso, he sido Classic desde antes de saber que lo soy. En realidad, creo que lo he sido siempre. De los que no se atrevía a decirle a una chica lo mucho que le gustaba, pero la escondía en la mochila de manera anónima cualquier tontería el día de San Valentín. De los que siempre han sujetado la puerta al prójimo. De los que se partía la cara en el patio del colegio con el chulo de turno si se metía con alguna niña, incluso aunque no fuera de mi clase, y aceptaba el castigo que el profesor le impusiese sin rechistar, con la cara dolorida por los golpes recibidos y el orgullo henchido por haber actuado como un héroe. De los que se ponían americana y corbata en las ocasiones especiales y nunca se pondrá calcetines blancos con los vaqueros. De esos a los que una chica deja porque quiere menos poesía y más marcha. De los que escribían poesía y leían a oscuras cuando los demás ya dormían. Un tío que, para según qué cosas, ya les parecía un poco rarito a los de mi quinta y al que seguramente los chicos de hoy en día serían incapaces de comprender.

No cambio nada de todo aquello. Ni una coma. Y ahora me reconforta pensar así. Contemplar mi pasado desde la atalaya de mi madurez presente y ser consciente de ello me hace enfocar el futuro con una perspectiva privilegiada. Porque sé que venga lo que venga, va a sumar tanto o más que lo ya vivido.

sábado, 16 de marzo de 2024

Atocha, 2004

Nunca me he alegrado de las tragedias ajenas, pero admito que a veces he sentido un abrumador alivio al ver que esas desgracias golpeaban a otros y no a mí. Ni a los míos. Y la ocasión en que ese sentimiento adquirió una mayor presencia fue el 11 de marzo de 2004, el día de los atentados de Atocha. Veinte años se han cumplido esta semana desde que aquella noticia sacudió a todo el país durante uno de los amaneceres más oscuros de nuestra historia reciente. Exageraría si dijera que aquello no me pilló  por los pelos, pero sí es cierto que me anduvo cerca. Y es curiosa la memoria dado que, de aquella mañana trágica y de los días que le siguieron, conservo flashes y no un recuerdo preciso y ordenado de mis acciones. Hay preguntas a las que aún no soy capaz de dar respuesta. Como, por ejemplo, ¿cómo volví a casa aquel día? ¿Se reanudó el servicio de trenes? ¿Me llevó alguien en coche? ¿Cambié el recorrido y retorné en Metro? Esa parte está muy difusa en mi cabeza.

Trabajaba yo en aquel entonces en Tres Cantos, en las oficinas que en ese municipio tiene Siemens. Nuestra empresa era la que proporcionaba a los alemanes todos los servicios de atención al cliente. Generalmente me desplazaba hasta allí desde casa en Renfe Cercanías, leyendo y escuchando música la mayor parte del trayecto, dormitando a ratos, conversando en ocasiones con algún compañero que subiera a mi vagón durante el trayecto. El viaje era largo, más o menos una hora y media con transbordo en la estación de Atocha, y las horas muy tempranas, ya que iniciaba la jornada laboral a las ocho de la mañana. Me organizaba para coger el tren que cada mañana pasaba a las siete y doce minutos por allí y que solía llegar al municipio tricantino a las siete y cuarenta minutos aproximadamente. Si te dormías, tenías que esperar en Atocha dieciséis minutos al siguiente. Y eso fue lo que me ocurrió aquel día. O quizá no me dormí pero fui más lento esa mañana en mis preparativos. Tampoco de eso me acuerdo con exactitud. Es jugetona la memoria. El caso es que salí de Atocha en torno a las siete y veintisiete de la mañana. Nadie - y mucho menos yo - podía imaginar que ese andén se convertiría, veinte minutos después, cuando yo debía andar ya por la estación de Cantoblanco, en un infierno dantesco. 

Internet ya existía, pero, quitando Facebook, las redes sociales y Whatsapp andaban todavía en pañales. Todo iba más lento que ahora y la información no se recibía con tanta inmediatez. La forma escrita más común de comunicación era el SMS. Y a pesar de todo eso, cuando llegué a la oficina, las caras que me recibieron mostraban un cierto desasosiego. Nada alarmante todavía dado que nadie sabía aún la magnitud de lo que acababa de suceder, pero había un cierto run run en el ambiente. De hecho, iniciamos la jornada casi con absoluta normalidad. Algunos compañeros que acostumbraban a ser siempre puntuales, se retrasaban aquel día. Un atasco, tal vez algún problema en el transporte público. No era frecuente pero tampoco extraño: a partir de Chamartín, aquello era el más allá. Pero los compañeros empezaron a llegar y, con ellos, las noticias. Y con las noticias, la preocupación por los que aún no habían llegado.

Yo había sido padre por primera vez hacía poco más de dos semanas. De hecho, llevaba sólo unos días trabajando, arrastrando una tibia nostalgia por ese recogimiento familiar que acompaña al nacimiento de una nueva criatura. Había empleado parte de mis vacaciones en alargar la mísera baja por paternidad de la que por entonces disfrutábamos los hombres: tres días. Y encima a Sergio se le había ocurrido nacer un sábado. Cuando supimos ya con certeza lo que había ocurrido, llamé a Nuria, incluso a sabiendas de que ella y el bebé aún estarían durmiendo. Las líneas telefónicas estaban colapsadas. Me aterrorizaba la idea de que ella se hubiera despertado, hubiera encendido la televisión y hubiera pensado erróneamente que yo me encontraba en Atocha cuando las bombas explotaron. Le mandé un SMS para que supiera que estaba bien y que había alcanzado mi destino sin dificultad. No respiré en condiciones hasta que me respondió dándose por enterada.

Y a partir de ese momento, la angustia. Por los compañeros que no llegaban. Por los que no lograban contactar con sus seres queridos. Por las cifras de muertos y por los detalles que íbamos conociendo de la masacre. No recuerdo si seguimos atendiendo llamadas, aunque intuyo que ni nuestra empresa ni nuestro cliente nos permitieron abandonar nuestros puestos. Aunque estábamos a muy pocos kilómetros de Atocha, en cierto modo nos hallábamos a la vez muy lejos del punto cero. En torno a las doce de la mañana ya habíamos constatado que nuestras familias estaban bien y que todos nuestros compañeros habían llegado. Excepto una persona.


Se llamaba Cristina y era la responsable de todo el tinglado que nuestra compañía tenía montado allí. Su cargo era el de Supervisora. Yo ocupaba en aquel momento una posición incierta, la de un agente con gran potencial para la gestión de equipos al que se le empezaban a encomendar tareas de coordinación. Mi relación con ella, en consecuencia, era superficial. Ni yo me atrevía a representar un rol que oficialmente no me había sido concedido aún, ni ella, supongo que por deferencia a mis compañeros, me lo quiso otorgar antes de tiempo. Casi todo lo que de ella me llegaba pasaba primero por mi responsable directa, el filtro jerárquico que a ambos nos separaba. Su presencia en la oficina era habitual, pero no venía todos los días, ya que repartía su tiempo entre las oficinas centrales de Méndez Alvaro y las de nuestro cliente en Tres Cantos. Por eso y porque marcaba mucho las distancias con los que estábamos al pie del cañón nadie la echó en falta hasta mediodía. Se nos comunicó entonces que nadie la localizaba, que andaba desaparecida. Fueron unas horas de incertidumbre, esperando lo peor, ya que de alguien tan comprometida con su trabajo ninguno de nosotros, ni siquiera los más optimistas, esperábamos que se hubiera saltado una jornada laboral sin causa justificada y sin comunicárselo a nadie en la empresa. La confirmación de su muerte en Atocha no nos llegaría de manera oficial hasta el día siguiente, pero aquella tarde regresamos todos a casa con la certeza de que ella era una más de las víctimas de aquel 11-M. 

En mi memoria sigue habitando como una mujer guapa, cinco o seis años mayor que yo, demasiado seria y muy competente, con dotes innatas para la dirección. Emanaba de ella una autoridad que iba más allá del cargo que ocupaba, algo intangible que se desprendía de su manera de moverse por la plataforma y de dirigirse a nosotros. Y resuena un eco en mi cabeza al rememorarla que me retrotrae al latín. Un detalle de esos que yo no conocía y que se revelan cuando las malas noticias arrecian, haciéndolas aún peores. Y es que al parecer había estudiado Filología Latina y tenía dos hijos pequeños a los que había bautizado con nombres de emperadores romanos. O tal vez también este detalle es una alteración aleatoria sufrida por mi memoria con el paso del tiempo. Pero estoy casi convencido de que era así.

Del camino de vuelta a casa, como ya dije, no recuerdo nada, pero cada vez que pienso en aquel día, como me ha ocurrido durante esta semana conmemorativa, hay una imagen que se reproduce en bucle en mi mente. Y es una imagen en que me veo derramando lágrimas de alivio, de pie en lo que era nuestro cuarto de estar, poco antes de acostarme aquella noche, acunando en brazos a mi hijo recién nacido, pensando una y otra vez en cómo habría sido la vida para él y para Nuria si, en vez de Cristina, hubiera sido yo el fallecido. Respirando como nunca hasta entonces lo había hecho el aroma de la piel de mi hijo, sintiendo, sin sentirme apenas culpable por ello, un profundo y reconfortante sosiego y al mismo tiempo un miedo paralizador por todo el dolor que este mundo podía infligirle a mi pequeño bebé.


sábado, 9 de marzo de 2024

Educar a bofetones

La bofetada, torpemente contenida en el último segundo, impactó en el rostro de Sergio con contundencia. Sus gafas iniciaron un vuelo sin motor ni dirección, como un murciélago en una noche de verano, y aterrizaron aparatosamente en el suelo del salón, con la fortuna de que ni montura ni cristales sufrieron daño aparente. La cara de mi hijo mayor acusó el golpe y durante unos segundos la torsión del cuello obligó a sus ojos, que hasta ese instante habían permanecido fijos y desafiantes en los míos, a desviarse abruptamente. El barullo que, hasta un momento antes de que el sonido de la guantada lo silenciara había ido de manera paulatina soliviantando mis nervios, cesó de inmediato, a buen seguro a causa de la perplejidad que lo inusual de mi acción ocasionó entre los que nos acompañaban aquella mañana de domingo en la casa de Martos, para regresar de modo insistente a los pocos segundos, pero esta vez acompañado por un tono de perplejidad, reproche y alarma. Una vez frenada la inercia del mamporro y sin prestar demasiada atención al lugar donde habían ido a parar sus gafas o mostrar preocupación alguna por el estado en el que pudieran hallarse, Sergio volvió a cuadrarse ante mí, mirándome de nuevo, esta vez de una manera diferente, esforzándose inútilmente porque sus facciones no reflejasen en modo alguno ni la sorpresa ni la rabia que en él había despertado aquel primer y último bofetón de nuestros trece años de convivencia en común. Tratando de comportarse como el hombre que aún no era. Sujetándose las lágrimas a fuerza de amor propio.


Si se me concediera la oportunidad de regresar al pasado y borrar una escena de mi biografía como padre, sería sin lugar a dudas esa. Pero no es así y aquello, muy a mi pesar, forma parte de mi historia. Obviarlo sería inmaduro e intentar justificarlo con la excusa de que aquella mañana la casa de los abuelos de Nuria era una jaula de grillos en la que el volumen y el tono de los gritos no me dejaba ni siquiera pensar sería de cobardes. Jamás había pegado a mis hijos, más allá de alguna palmada admonitoria e inofensiva en sus traseros que había suscitado en ellos más risas que lágrimas. Nunca me había sentido tan defenestrado y culpable como cuando los ojos de Sergio se volvieron a posar sobre los míos y me transmitieron sin ambages - también sin una sola palabra - la frustración y la decepción que mi acción había despertado en su interior. Porque lo cierto es que su delito - hablar mal a su madre - no había sido tan grave. O lo había sido, pero nunca antes había recibido semejante castigo. Creo recordar que, para no transmitirle mi flaqueza, cerré el episodio con una advertencia enojada y poco creíble de que no se le ocurriera repetirlo, pero no estoy seguro del todo. Sí me acuerdo con claridad, sin embargo, de que me escabullí en cuanto tuve ocasión a la habitación que ocupábamos Nuria y yo para intentar llenar mis pulmones de aire y derramar las lágrimas que yo también había estado conteniendo durante ese penoso capítulo. Me sentía avergonzado, triste y enfadado conmigo mismo. No se me permitió ni una cosa ni otra, ya que mi amada esposa, en ebullición en aquel momento a cuenta de no sé qué discusión con su hermana pequeña o su madre que había hecho que mis nervios saltaran por los aires, irrumpió detrás de mí en el dormitorio, terriblemente alterada, con la intención firme de hacer las maletas y volver a Madrid. Y entre las barbaridades que brotaban de su boca a cuenta de aquel enfrentamiento, intercalaba reproches por ese momento estelar que yo había protagonizado y que me hacía sentirme como la persona más infame del mundo. Lo único que yo quería era meterme dentro de la cama, esconderme y no escuchar a nadie. A la vista de que aquello no iba a ser posible, opté (creo) por no llevarle demasiado la contraria y por ayudarla a preparar nuestra inminente partida.

Jamás he creído en eso de que "la letra, con sangre entra". Me declaro completamente en contra del castigo físico como herramienta educacional e, ignorando aquel lamentable y puntual hecho, he predicado siempre con el ejemplo. El diálogo como manual de conducta único. Cierto es que más de una vez habré pronunciado expresiones tan horrendas al dirigirme a ellos como "se está rifando una ostia y llevas todas las papeletas" o "te daba un guantazo que te quitaba la tontería". Pero también esos exabruptos, y sólo en ocasiones muy excepcionales, forman parte de ese diálogo que he procurado siempre emplear a la hora de educar a mis hijos. Antes encerrarme en una habitación y darme cabezazos contra la pared que ponerle a mis hijos la mano encima con intenciones alevosas o violentas. Y aquel episodio me afianzó más aún en mi creencia de que emplear la fuerza bruta para inculcar en ellos principios, valores o códigos de conducta es una atrocidad. Por mucho que en el pasado fuera la manera universal, como si fueran ovejas, de guiar a los hijos por el camino que el padre marcaba. Por mucho que, todavía hoy, existan quienes siguen pensando y actuando de esa manera.


Y si recupero hoy del baúl de mis vergüenzas aquel triste suceso es porque hace un par de días, en un vagón del metro, contemplé atónito cómo un padre atizaba dos guantazos memorables a su hijo de unos ocho años porque, sin querer, el niño le había tirado el móvil al suelo al troglodita de su progenitor. Y no me impresionó tanto el acto en sí mismo como la naturalidad con la que el mostrenco zurraba a la criatura y la normalidad con la que el pequeño encajó los dos bofetones. Como si eso ocurriera a diario. Varios pasajeros nos miramos con asombro y estupor, pero hubo también alguno que sonreía mostrando una muda aprobación. Como es de suponer, ni unos ni otros intervenimos. La mayoría desviaron la mirada o volvieron la vista a sus propios teléfonos, indiferentes unos pocos, haciéndose más pequeños otros. Una mujer de unos cuarenta años y yo fuimos los únicos que mantuvimos nuestros ojos fijos en el neandertal en cuestión, intentando de algún modo transmitir nuestra indignación ante lo que acabábamos de presenciar, pero no dio opción a que reparase en nuestra postura puesto que no dejó de zarandear y reñir al hijo hasta la siguiente parada, en la que ambos se bajaron, sin parecer en ningún momento que al padre le preocupara la imagen que estaba dando.

Me cuesta entender situaciones como esta. Sé que la paternidad puede ser muy complicada y que no siempre puede uno controlar la ira. Somos humanos al fin y al cabo. Lo que me ocurrió con Sergio es un claro ejemplo de ello. Pero educar a bofetones, como hacen ese padre del metro y otros muchos que todos sabemos que habitan entre nosotros, me produce arcadas. Las mismas que la mirada asombrada de mi hijo me provocó hace ya unos cuantos años aquella mañana de domingo en Martos y que todavía hoy me encoge el corazón.

sábado, 2 de marzo de 2024

Otro amigo que se va

Nuestra relación, pese a vivir siempre a una distancia el uno del otro de menos de quinientos metros, primero durante nuestra infancia en las casas de nuestros respectivos progenitores y más adelante en las propias, no fue durante estas dos últimas décadas todo lo fluída y cercana que podría haberse esperado de quienes habíamos compartido adolescencia, saliendo juntos muchos fines de semana, coleccionando risas, saludando amaneceres hombro con hombro y, en definitiva, viviendo uno junto al otro las situaciones propias de esa etapa vital que por lo general deja huellas tan indelebles en nuestra memoria que perduran durante el resto de nuestra existencia. Nos veíamos en la madurez de forma muy esporádica y casi siempre de manera casual, sin planificación alguna, salvo hace año y medio, cuando él aún se peleaba con el cuchillo entre los dientes con un agresivo cáncer de estómago y yo me encontraba en la primera etapa de la neuralgia que a tan mal traer me ha tenido desde la primavera de 2022. A él le convenía caminar tras un par de operaciones serias y yo me empeñaba en seguir haciendo ejercicio a pesar de los dolores que comenzaba a padecer. Nos topamos el uno con el otro una mañana, aplicados los dos en solitario a tan saludable hábito. y empezamos a quedar para compartir durante nuestros paseos opiniones, impresiones y sobre todo recuerdos. La última vez recorrimos el camino de Los Combos, dejamos atrás el Centro Comercial Xanadú y llegamos campo a través donde yo nunca había llegado. Y fui precisamente yo quién le rogó dar media vuelta, agotado y asombrado de que, con lo que él llevaba ya encima, bolsa de colostomía incluida, estuviera dispuesto a seguir caminando a ese ritmo aún durante un rato más. Cuatro horas de caminata que me tuvieron buena parte del día tirado como un fardo en casa, tratando de recuperarme y preguntándome si él realmente no estaría igual que yo. Me consoló saber unas horas después, confesión vía whasap mediante, que él no estaba ni mucho menos en mejores condiciones que yo. Tanto fue así que cancelamos sine die la siguiente excursión, una que nunca llegó a producirse, dado que a mí los dolores del herpes me condenaron pocos días después a una inactividad indefinida y a él el verano se lo llevó de vacaciones fuera de Madrid.

De todos los que componíamos a finales de los años ochenta aquella pandilla, quizá era precisamente con Iván con quien menos cosas en común tenía, pero era también a quien más admiraba. Supongo que todos, de un modo u otro, lo hacíamos. Para nosotros era un adelantado, un referente. Mientras la mayoría de nosotros todavía estudiábamos, él ya trabajaba; cuando nosotros comenzábamos a salir por el barrio y a hacer botellón, él ya era un asiduo en los bares de Moncloa; cuando a alguno se le trababa la lengua al hablar con las chicas, él siempre sabía qué decir y cómo comportarse para metérselas en el bolsillo; si alguno de nosotros andaba cabizbajo, nos hacía sonreír con alguna de sus múltiples anécdotas. Se bebía la vida a tragos cuando nosotros ni siquiera le habíamos quitado el tapón a la botella. Iván era un animal social. No era el nuestro el único grupo del que él formaba parte. Era habitual que nos dejase huérfanos algún sábado por la tarde en Móstoles y se marchase a Madrid con otras amistades con quienes compartía otro tipo de andanzas, más adultas seguramente, o al menos así me lo parecía a mí: sus antiguos compañeros de estudio; a veces también con camaradas de ideología política afín a la suya, cuando a algunos de nosotros la política nos parecía todavía algo tan difícil de entender como la filosofía o la economía; en otras ocasiones con otros grupos de los que apenas sabíamos nada. Celebrábamos cuando era a nosotros a quienes elegía para compartir su fin de semana. Quizá por eso, aunque jamás discutimos éĺ y yo, no conectaba del todo con su carácter y su forma de entender la vida: mi mundo era más pequeño que el suyo y yo no sentía la necesidad que transmitia él de ampliar sus fronteras. Iván estaba ansioso por entrar a formar parte del mundo de nuestros mayores, mientras que yo no tenía ninguna prisa por adentrarme en esas aguas que tan pantanosas se me antojaban.


Recuerdo que, a pesar de todo lo que nos separaba e incluso a pesar de que hubieran pasado dos o tres años sin habernos visto o sin haber hablado, pocos días después de iniciarse el confinamiento al que nos abocó la pandemia de Covid, me llamó por teléfono, advertido por las redes sociales de la situación en la que Nuria, como sanitaria que es, se encontraba, y se ofreció para lo que fuera menester. Se encontraba desempleado y, para ocupar su tiempo, dado que a él la casa se le venía encima tal y como ya le ocurría cuando éramos jóvenes, se había presentado voluntario - y había sido autorizado - para desplazarse en su vehículo por las viviendas de los ancianos que no podían valerse por sí mismos a fin de suministrarles provisiones y medicamentos. A pesar de no contar nosotros con esa condición, me propuso, si así lo necesitábamos, incluirnos en su recorrido cuando lo precisásemos. Y es que Iván solía ondear con frecuencia la bandera de la solidaridad y el compromiso hacia el prójimo, intuyo que en buena medida por la nobleza de su carácter, pero también porque pocas cosas le entusiasmaban más que conversar con la gente y verse rodeado por el ambiente de la camaradería. Por eso también disfrutaba siempre con el bullicio de las multitudes, la algarabía de los bares, el caminar por la calle y pararse cada pocos metros a saludar a este o a aquel conocido. Ese era Iván.

No se me escapa que, como todo hijo de vecino, acumulaba también suficientes defectos y cometía numerosos errores, sobre todo durante sus últimos meses de vida, como para poder escribir otra entrada hablando de ellos, pero ni procede ni, analizando su paso por este mundo, lo merece. Durante aquellas caminatas que compartimos, repetía incesantemente sus intenciones para cuando llegara el momento de regresar al mundo de los sanos, propósitos completamente opuestas a los que yo albergaba para cuando me tocara a mí el turno. Hasta en eso éramos las dos caras de una misma moneda. Salvando las distancias, por supuesto, dado que lo que él había tenido que superar era mucho más duro y más grave que lo que yo comenzaba a afrontar en aquellos momentos. Pretendía él correrse todas las juergas de las que su enfermedad le había privado, hacer tantos viajes como le fuera posible, participar de una manera todavía más activa en promover el movimiento político con el que desde muy joven se había identificado, seguir, en definitiva, ampliando sus horizontes, afán al que se aplicó de manera vehemente y, desde el punto de vista de alguien como yo, más moderado y menos extrovertido, haciendo gala de un fervor desmedido y a veces hasta inconsciente. Son formas diferentes de ver el mundo y como digo, a mí la que me ha tocado hasta ahora en esta lotería nunca me golpeó con tanta crudeza como lo hizo con él. Pero lo cierto es que vivió casi siempre como quiso vivir. O tal vez no supo vivir de otra manera. El caso es que exprimió la vida tanto como pudo.


De las muchas anécdotas que conservo de él - la mayoría atesoradas durante nuestros años mozos -, hay una que me viene siempre a la cabeza y que, aunque pueda resultar soez, define el por qué nos asombraba tanto en aquellos tiempos su manera de desenvolverse en el mundo. Posiblemente no contaríamos más de diecisiete años cuando sucedió. Iván había salido el día anterior por Moncloa con uno de esos grupos de amigos tan ajenos y lejanos a nuestra realidad - o al menos a la mía - y nos bendijo ese domingo por la tarde tomándose unos minis en La Trucha o en El Figón, mesones de Móstoles por los que nos dejábamos caer con religiosa frecuencia y donde él siempre sabía que podía encontrarnos. Había decidido la tarde anterior entrarle a una chica de la que en las últimas semanas nos había hablado y que al parecer le hacía ojitos. Aunque, visto lo visto, era más una impresión suya que una certeza. En uno de esos garitos en que ya le conocían se animó (tampoco necesitaba que le tocasen mucho las palmas) a pedirle a la "pajarraca" que se echase un baile con él y la susodicha, a la que nos pintaba en su relato como una pija de relumbrón, le respondió, con soberbia y desprecio:

- La miel no está hecha para la boca del asno.

Supongo que a mí, si la chica que me gustaba me hubiera contestado de manera tan cervantina y al mismo tiempo tan cruel, se me habrían saltado las lágrimas ahí, habría balbuceado cualquier torpe disculpa y me habría retirado al rincón más oscuro del lugar a lamerme las heridas y a ponerle tiritas a mi orgullo herido, pero Iván estaba hecho de otra pasta y no tardó en replicarla jocoso e hiriente:

- Bonita, te he pedido que bailes conmigo, no que me la chupes.

Y siguió de risas con sus amigos como si tal cosa. La misma risa con la que nos relató la escena al día siguiente y que provocó en los que le rodeábamos una carcajada hilarante y espontánea. Y es que Iván fue siempre, rodeado de amigos, políticamente muy incorrecto. De él aprendí expresiones tales como "te mueves más que la compresa de una coja" o "más negro que el sobaco de un grillo". Ese tipo de cosas provocaban que a mí se me abriesen unos ojos como platos por la originalidad de sus expresiones y no pudiera parar de reírme durante un buen rato. Ese era Iván.

Otro recuerdo que me viene a la cabeza de aquellos tiempos y que define en buena medida el espíritu que le guiaba acaeció una Nochevieja en que todos habíamos quedado en un local del barrio que habíamos alquilado para la ocasión. Por entonces había surgido una cierta rivalidad entre nuestro grupo y el de una pandilla de malotes que campaba a sus anchas por nuestras calles comportándose como unos vulgares matones de tres al cuarto. En realidad quien tenía el problema con ellos era yo, por haber protagonizado algunas trifulcas en la cancha de fútbol de la liga local las últimas veces que mi equipo se había enfrentado al de ellos, pero habían extendido sobre mis amigos sus ganas de pillarme en un callejón a oscuras para ajustar cuentas. Y fue exactamente eso lo que aquella Nochevieja le pasó a Iván. Apareció con la nariz sanguinolenta y ligeramente mareado en medio de la fiesta, con la camisa desabotonada y salpicada por gotas de tonos escarlata, pero ufano de haber dejado a alguno de los cuatro energúmenos que le abordaron traicioneramente peor de lo que él se presentó ante nosotros mientras daba la cara por sus colegas. Ese también era Iván.

Durante los últimos tiempos nos distanciamos. O más bien fui yo el que construyó una especie de muro entre ambos. Iván seguía siendo él mismo. Creo que nunca dejó de serlo. Con sus virtudes y sus cojeras. Soy yo el que ha cambiado durante todos estos años. O tal vez no y simplemente se me hicieron más evidentes las cosas que nos separaban y menos importantes las que nos unían. No me gustaba ver cómo estaba manejando esta segunda oportunidad que la vida le estaba ofreciendo tras la enfermedad. Se me estaba cayendo un mito y prefería que en mi memoria permaneciera aquel chaval del que tantas cosas aprendí en mi juventud.

Admito que estoy algo enfadado conmigo mismo por cómo me hace sentir su pérdida. Cuando esta semana me enteré de su muerte, no me sorprendió tanto como el día que llegó a mi conocimiento, hace ya años, el cáncer que sufría. Aquello me impactó mucho, pero la noticia de su fallecimiento, aunque me desubicó durante unas horas, no me pilló del todo a contrapié. Me enoja que no me diera un vuelco el corazón al saberlo. Que apenas me inmutara. Siento tristeza porque se haya ido tan joven. Me produce una pena inmensa pensar en sus hijos. Por cómo pueda sentirse Inés, su mujer. O sus padres y hermanos. Pero no siento ese vacío que debería dejarme el perder una amistad de más de treinta y cinco años. Y eso me confunde y me irrita a partes iguales. No me considero una persona insensible. Puede ser incluso que el día que salga de nuevo a caminar por la ruta que solíamos seguir juntos, me asalten las lágrimas. No sé si tal vez, de alguna manera, intuía que no le quedaba mucho y me alejé antes de tiempo para que no me doliera cuando su final llegara. O tal vez, a medida que me hago mayor, la certeza de que la muerte es parte de la vida se asienta cada vez más en mí. Tal vez lo he normalizado demasiado. Cuando pienso ahora en Iván no me viene a la cabeza el adulto con quien compartí kilómetros y alguna cerveza estos últimos años, sino aquel adolescente que a mis ojos era un gigante, un ser superior, alguien a quien, a pesar de nuestras muchas diferencias, admiraba y a quien hasta llegué a venerar. Alguien que quería comerse el mundo. Es todo demasiado extraño como para ser capaz de expresarlo mejor.

Sea como sea, Iván, amigo, tengo la sensación de que, si estuvieras aquí, entenderías mejor que nadie lo que trato de explicar y que con ese gesto tuyo, entre vacilón y cariñoso, soltarías una de tus chanzas políticamente incorrectas que harían que esta nube que me envuelve se disipara y, sin dudarlo ni un instante, pedirías otra ronda para los dos. Y a echarnos unas risas, que no hay mejor manera de emplear nuestro tiempo.

Carpe diem, supongo, tal y como aún reza tu estado de whasap a pesar de que ya no estés entre nosotros. Descansa en paz.









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